Opinión: ¿Quién está realmente tras la «trampa de deuda»?

Por periodista de Xinhua Gao Wencheng LONDON, 20 ago (Xinhua) — Durante años, algunos políticos y medios occidentales han diseminado el relato de que China está empujando a los países en desarrollo hacia una «trampa de deuda». Sin embargo, un nuevo informe de la fundación Deuda Justa reveló que la realidad es bien distinta. Analizando 88 economías, entre los años 2020 y 2025, el documento reveló que los países de renta baja transfieren el 39 por ciento de sus pagos de deuda externa a acreedores comerciales, el 34 por ciento a instituciones multilaterales y solamente un 13 por ciento a prestamistas chinos públicos y privados. En otras palabras, el grueso de la deuda reside en otro lugar que no es China. El análisis puso ejemplos sorprendentes. El gigante minero Glencore se negó a aliviar deuda de Chad. Tras cuatro años y medio de negociaciones, Zambia tiene todavía que alcanzar un acuerdo con algunos acreedores privados, como la entidad financiera británica Standard Chartered. En Sri Lanka, el banco Hamilton Reserve ha rechazado una reestructuración de bonos y sigue litigando en Nueva York. Estos acreedores, la mayoría occidentales, han adoptado un enfoque duro y que solo da prioridad a los beneficios. Como dijo Tim Jones, jefe de política en Deuda Justa, «los líderes occidentales culpan a China de las crisis de deuda en África, pero es solo una cortina de humo. La verdad es que sus propios bancos, gestores de fondos e inversores en petróleo tienen mucha más responsabilidad». Lo verdaderamente grave no es solo el tamaño de la deuda, sino sus condiciones. Al contrario que el «capital paciente» de China, que pone su énfasis sobre el desarrollo a largo plazo, los prestamistas comerciales e instituciones multilaterales occidentales suelen priorizar las ganancias inmediatas. Sus créditos tienen altas tasas de interés, rígidas cláusulas de pago y, en ocasiones, condiciones políticas. Esta combinación genera un ciclo de dependencia y vulnerabilidad financiera que es la auténtica trampa de la que las naciones en desarrollo tratan de escapar. Esto tampoco es nuevo. El Sur Global ha padecido durante mucho tiempo las consecuencias de la ortodoxia financiera occidental. En América Latina, el Consenso de Washington de 1989 obligó a los Gobiernos a privatizar activos estatales, desregular la economía y liberalizar el comercio y las finanzas a cambio de préstamos. Lejos de promover la prosperidad, estas políticas vaciaron la soberanía económica de los países y azuzaron las revueltas sociales. No debe sorprender cuando Gerardo Torres, viceministro de Exteriores de Honduras, ha dicho que «por décadas, las naciones occidentales han impuesto su criterio financiero mediante créditos que jamás condujeron al desarrollo real». Liberarse de este ciclo requiere mucho más que condonar deuda y exige un crecimiento diversificado y sostenible. Ahí es donde China ha centrado sus esfuerzos. En África, donde la narrativa sobre la «trampa de deuda» se repite con más insistencia, la financiación china ha contribuido a construir y renovar cerca de 100 mil kilómetros de carreteras, más de 10.000 kilómetros de vías férreas y cerca de 100 puertos. Estas inversiones sientan las bases para la conectividad, industrialización y crecimiento a largo plazo. Los líderes africanos lo han dejado claro reiterando que China desempeña un rol de socio para ellos, no de expoliador. En el fondo, el debate sobre la «trampa de deuda» abarca más que las finanzas. Durante décadas, el sistema de deuda dominado por Occidente ha puesto límites sobre las economías en desarrollo y recortado su derecho a elegir su propio camino. El modelo chino de cooperación, por el contrario, busca romper esas cadenas y abrir nuevas vías de crecimiento económico. Al final, no se trata solo de la deuda, sino de quién pone las normas para el desarrollo en el siglo XXI y qué voces son escuchadas a la hora de configurar ese sistema. Si hay una trampa de verdad, esta es la persistencia de viejas narrativas que eluden responsabilidades y ocultan las desigualdades estructurales del sistema financiero global. Solo cambiando esas narrativas se pueden crear alternativas más justas y sostenibles. Fin